¿Quién no recuerda el 30 de diciembre de 2004? El fin de año más oscuro para toda una generación. Que difícil encontrar palabras para la masacre y la injusticia. El 31 de ese año, lxs que pudieron brindar a las doce de la noche, lo hicieron con un nudo en el estómago. Habían arrancado de este mundo a 194 pibxs. Sus sueños, sus contradicciones, su arte, su creatividad, su vida, su alegría y su tristeza. Familias destruidas. Hermanxs desplomados. Amigxs completamente rotxs. Cabe destacar que, además de lxs 194, se suman suicidios posteriores de chicxs que no soportaron la culpa de sobrevivir, que no pudieron cargar con eso en sus espaldas. Las mismas que cargaron a sus amigxs, o desconocidxs, para sacarlxs del infierno. 

¿Está mal divertirse? ¿Está mal jugar? ¿Besarse? ¿Amarse? ¿Buscar?

Claramente no. Todo eso es parte de la travesía del ser adolescentes. Lo que sí está verdaderamente mal y, sobre esto, no se admite discusión, es que el Estado mire para otro lado cuando se trata de cuidar la vida de lxs pibxs. Esa búsqueda, que se tiene que dar en la adolescencia, implica, muchas veces, ir al límite, sí. Pero ese límite, que es continente y que permite el movimiento, lo aportan lxs adultxs responsables en las casas -en el mejor de los casos- y, el Estado, fuera de ellas. El tema se complica cuando los intereses espurios de algunos, están por sobre la seguridad de lxs pibxs

Omar Chabán era el dueño del boliche República Cromañón, lugar donde esa noche se presentaba Callejeros, también era el dueño de Cemento. Cromañón, que había sido habilitado como un local bailable, contaba con una media sombra en el techo, cubriendo una capa de goma espuma que intentaba aislar el sonido. Este material poliuretánico inflamable fue el que, al tomar contacto con una candela proveniente de una bengala, comenzó a emanar el ácido cianhídrico que fue el principal causante de las muertes de los chicos y las chicas que estaban esa noche en el tercer y último recital de Callejeros del año. Ciento noventa y cuatro pibxs.

Cabe mencionar, y esto lo puede afirmar cualquier persona de entre 30 y 40 años que haya vivido la cultura del Rock entre los ´90 y los 2000, que el tema de las bengalas circulaba en todos los recitales. ¿Era seguro? No. Pero aquel rockero que diga que en sus conciertos no había bengalas, está mintiendo. Y, como público, también es importante responsabilizarse por aquello que se presenció y se disfrutó sin ningún tipo de duda. Cientos de veces, esa luz nos estremeció alumbrando nuestros rostros transpirados y sonrientes. Pero esta vez, fue diferente.

La cantidad de asistentes esa noche, superaba lo permitido por la habilitación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Salidas de emergencia bloqueadas, matafuegos vencidos y un local completamente oscuro, automáticamente después de iniciado el incendio. Tampoco funcionaban los extractores de aire. El cartel luminoso de “Salida” llamaba, pero no, no se podía salir. Recién una hora después del incendio, desde afuera, lograron abrir esa puerta.

Si la cantidad de gente hubiera sido la permitida y las puertas de emergencia hubieran estado habilitadas, el local hubiera sido evacuado en dos minutos. La policía llegó al lugar con sus bastones y respondió como mejor sabe: con violencia hacia lxs pibxs. No sabían qué estaba pasando, pero, por las dudas, pegaron. El SAME, no dio abasto. Los bomberos no contaban con protocolos para hacer frente a la magnitud de la situación. Por lo tanto, ni la bengala, ni la música matan. La negligencia y la corrupción, sí. El rock es un grito de vida. No de muerte.  

Lxs que lograron salir con el corazón latiendo en su pecho lo hicieron gracias a un amigo, un hermano o un desconocido que se jugó la propia por lxs otrxs. Ahí está la esencia del rock, el barrio y la adolescencia. La comunión. La empatía. El código común del que nada entienden lxs adultxs. Están afuera y, desde allí, les tendieron una trampa mortal sin saber que lxs pibxs iban a demostrar, una vez más, que son la vida, que se la juegan, que se cargan a sus amigos en las espaldas, aun sin poder respirar. Casi la mitad de lxs chicxs que fallecieron esa noche lo hicieron en un acto solidario. La mentira se cae por sí sola, el estigma de la adolescencia queda sin efecto. Y queda sin efecto, además, cuando luego de 20 años siguen luchando por conseguir justicia y reparación. 

Ya se dijo que los y las adolescentes, en su búsqueda de significaciones que les permitan hacerse un lugar en el mundo, corren el riesgo de caer en trampas. Esta fue una trampa mortal. Un sistema que no cesa de autosatisfacerse en la estafa, la coima, la oscuridad y la corrupción, lxs emboscó. A ellxs  y a los que pudieron comprobar que, verdaderamente, arriba siempre oscurece. 

Callejeros, la banda de Villa Celina cuyo cantante era Patricio Santos Fontanet, decía lo que ningún poderoso quiere que sea dicho. No tenían lugar en las páginas de los suplementos con mayor circulación en ese momento. Luego de la masacre del 30 de diciembre, hubo quienes los apoyaron y quienes les dieron la espalda dentro del movimiento del Rock argentino. De un lado, el Indio Solari y La Renga, acompañados por las abuelas de Plaza de Mayo; del otro, Gustavo Cordera y otros, junto a Mario Pergolini y su Rock and Pop (2023, Bruno Larocca). También, aquellos medios que siempre les dieron la espalda, comenzaron a darles prensa, claramente. Pero no sin intención de destruirlos. A la banda y a lxs pibxs.

Mientras desviaban la atención de los verdaderos culpables, continuaron con su eterna campaña de estigmatización de las adolescencias y de las clases populares: se dijo que funcionaba una guardería en el baño, y que esos mapadres irresponsables habían puesto en peligro a sus hijxs. En la causa judicial quedó comprobado que esto nunca existió (2023, Bruno Larroca). También aprovecharon para recordar que lxs pibxs se drogan y toman alcohol. Como si esto tuviera algún tipo de relación causal con el incendio y las muertes. Pato Fontanet tenía 25 años en 2004. Veinticinco. Y Callejeros tenía relación directa con alrededor de ochenta fallecidos por lo ocurrido esa noche (2023, B. Larroca). 

El después es tremendo. Medios de comunicación haciendo lo suyo; familiares que, desde un dolor desgarrador, juraban venganza; horas de aire dedicadas a los músicos y no así a los funcionarios implicados.

En 2005, Chabán fue detenido por homicidio simple. En 2009 los músicos fueron absueltos y el manager fue condenado a 18 años. Esto, para el diario LN, fue un acto de impunidad. En el mundo de la política, algunos, lejos de hacerse cargo de lo que fue un vacío del Estado,  comenzaron a especular con Cromañón. En 2021, un reconocido productor, apuntó en una entrevista contra Mauricio Macri diciendo que especuló con lxs 200 chicxs muertos, ya que tenía un plan que llevar a cabo (2023, B. Larroca). En 2006, Ibarra fue separado de su cargo por juicio político. Sobre esto habría que problematizar: si bien a partir del juicio político a Ibarra se abrieron las puertas de la Ciudad al Macrismo, algunos dicen que esas puertas las abrió el mismo Ibarra, ya que la noche porteña estaba plagada de irregularidades. De hecho, luego de esa noche se dio una ola de clausuras. 

Algunos familiares de víctimas comenzaron a apuntar contra la banda, generando una grieta entre las agrupaciones que se fueron conformando luego de Cromañón. Cuentan algunxs sobrevivientes y, por lo tanto, testigos directos de la masacre, que se tornaba contradictorio querer culpar a quienes entraron a Cromañón a rescatar a sus hermanos, de haberlos querido matar un rato antes. Pero, en 2011, la jueza Liliana Catucci decidió condenar a los músicos. Es menester destacar que Patricio, solo por ser el cantante, tuvo una condena mayor que el resto de los músicos. Es la cara visible, el autor de las letras de la banda. En 2013 fueron detenidos, sin condena firme y, en 2018, Pato fue el último de los músicos en disponer de su ¿libertad? Por otro lado, distintos funcionarios e inspectores, que fueron condenados por formar parte de la red que terminó autorizando el funcionamiento del lugar, no estuvieron presos o fueron sobreseídos. 

Es difícil escribir cuando no se estuvo ahí. Hasta avergüenza un poco ¿Qué podemos contarles a quienes sí estuvieron? Recuerdo el relato de un viejo amigo, un año después. Cuando nos reencontrábamos en el lugar donde solíamos pasar nuestro verano. Era tan actual, tan estremecedor. Las secuelas físicas continuaban y las del alma, esas, no desaparecerán jamás. Entonces, a estxs pibxs, no podemos contarles nada. Solo podemos pedirles perdón, por las veces que miramos para otro lado, por un Estado que no se hace responsable, por las veces que los vimos y no los miramos. También podemos intentar contar algo de todo esto al resto del mundo, a lxs pibxs de hoy. Porque 20 años es poco, pero a la vez es tanto, que muchxs no conocen la historia. La única forma de que no se repita, es ponerle palabras. Nunca serán las más justas, pero servirán para que esta sociedad pueda elaborar algo de su pasado y cuidar a lxs que vienen.

En 2022 se aprobó el proyecto de ley para expropiar el edificio de Cromañón y recuperarlo como un espacio de memoria. Pero, a pesar de que la ley se encuentra reglamentada, aún sigue perteneciendo a su dueño original.

Este año vencía la ley de reparación integral 4786, que entrega algún tipo de compensación a los sobrevivientes de la Masacre. Lucha mediante, se logró mejorar la ley vigente, aunque se sigue para que el Gobierno de la Ciudad se responsabilice y para que cada sobreviviente sea reconocido como tal.

Cuando se habla de Memoria, Verdad y Justicia, en este país hay un ejemplo muy claro que seguir. Las madres y las abuelas nos enseñaron que la venganza es distinta a la Justicia, y que los caminos correctos siempre son los de la ternura y el amor para hacer frente al horror y la injusticia.