Infobae publicó, días atrás, la noticia de la muerte de un pibe que había robado y, luego de recibir algunos disparos, se arrojó de un puente: “Un grone menos”, “Una escoria menos”, “Final feliz”, son algunos de los violentos comentarios que se leen bajo la noticia. Este caso es solo uno de tantos. Aparentemente, hay personas que se creen con derecho a decidir qué vidas merecen ser vividas y cuáles no.
Ya en 1969, Enrique Pichon-Rivière y Ana Quiroga hablaban de la diferencia de clases y su relación con la violencia. Lo interesante es, tal vez, poder pensar que en realidad dicha diferencia de clases no es tal, o no es tan abismal como las personas en situación de supuesta “superioridad” creen. Lxs autores consideran que los sujetos, en general, están sometidos a una frustración en su posibilidad de realizarse, lo que genera tensiones que se traducen en hostilidad.
Contextualicemos esto en un sistema capitalista donde la ilusión de movilidad social ascendente predomina, donde las redes sociales al alcance de muchas personas muestran objetos de lujo, fama y lugares exclusivos a los que se debe asistir para alcanzar un status. Todo esto, en manos de jóvenes instagramers, se presenta como fácilmente alcanzable, pero ¿realmente lo es? La forma de lograr ese ascenso tan deseado parece ser pisando a los que están abajo y no repartiendo la de los que están arriba.
Volviendo a la catarata de comentarios de odio que se leen en la noticia del pibe muerto, se podría pensar que se genera, en algunos sujetos, una especie de identificación ante un mismo conflicto que establece sentido de pertenencia a un grupo del cual no se conoce al resto de los integrantes, pero de lo que se está seguro es de que todxs odian lo mismo. Con esto, no se intenta romantizar la pobreza ni justificar la delincuencia. Lo que se intenta es entender el entramado del que emergen estos pibes, y promover en la sociedad la responsabilidad por “este negocio que nadie puso y que todos usan”.
La violencia simbólica de la que son blanco determinados grupos, genera subjetividad. No todxs tienen la posibilidad de componer nuevas canciones a partir del discurso de odio, y transformarlo, tal como hiciera una cantante pop hace varios años. Este discurso no solo les muestra a los pibes como son vistos por la sociedad, les indica cómo deben ser: las palabras se reciben, generan marcas, y se actúan.
La violencia verbal de la que somos testigos cotidianamente tiende a destruir aquello que es concebido como amenazante contra los propios intereses o deseos, pero debajo de eso aparece la inseguridad y la incertidumbre que genera el carácter competitivo de la sociedad por acceder y “ascender” en un contexto económico que no ofrece ningún tipo de certezas -para nadie-, donde el miedo a perder el trabajo es constante y la posibilidad de planificar un futuro no está al alcance de la mayoría. No es un dato menor el vaciamiento de las instituciones y de los dispositivos de contención que funcionan como pantallas proyectivas de la sociedad y que, en este momento, no están en condiciones de cumplir con esta función de “mediación” social: por un lado, los prejuicios, por el otro, las víctimas constantes del desengaño.
Asistimos a un momento histórico en el que se puede percibir con mayor crudeza la violencia ejercida sobre determinados grupos: adolescentes, pobres, indigentes, mujeres, niños/as y hasta se huele una especie de aprobación que subyace al discurso de odio. Este discurso se caracteriza por ser adultocentrista, discriminatorio, machista y xenófobo. Desde el poder ejecutivo, y con la complicidad de los medios de comunicación, se habilita, e incluso se incita, la destrucción y la agresividad.
Quienes trabajan en el ámbito educativo observan un crecimiento abismal de los niveles de violencia, sobre todo, en la franja etaria de las adolescencias. Violencia verbal y física cotidianamente. Es muy difícil pensar intervenciones en el ámbito del aula cuando se trata de una cuestión que desborda los límites de la escuela. Se podría pensar al revés, el contexto se hace texto en la institución: el discurso de anulación y destrucción de aquel que resulta amenazante gobierna la escena. La escuela no es ajena. Las consecuencias son gravísimas, el trabajo de muchos años sobre la cuestión vincular parece desvanecerse en pocos meses. Estos jóvenes son emergentes de un entramado en este contexto histórico y social del que somos parte. Son inherentes y necesarios para el sistema económico que propone el Gobierno de Javier Milei. ¿Pero después? El deseo de aniquilamiento. La guerra de los pobres contra pobres, mientras ellos lo miran desde su sillón, con su copa de vino, la comida servida y la casa caliente. Es hora de replantearse ¿quién es el enemigo?


