El auge de los falsos liberales, que en realidad son conservadores fascistas que detestan a las disidencias sexuales, al medio ambiente, a las personas con discapacidad y a cualquier cosa que salga de sus anteojeras medievales, trajo consigo la idea de que cualquier cosa debe ser respetada en nombre de la libertad de expresión.

Así emergieron discursos de odio que fueron desde las redes sociales hacia la realidad material. Poner en discusión los 30.000 desaparecidxs, relativizar la dictadura militar, proponer bala para todxs. Incluso agredir, insultar, mentir y operar. Parece que en la época de la posverdad todo eso está en discusión. Es ahí donde el campo popular, aquellos que no somos expertos en el manejo de estas tecnologías quedamos un poco pedaleando. 

¿Operamos y circulamos fake igual que ellos?, ¿los indignamos?, ¿no hacemos nada?, ¿desmentimos o no desmentimos?, ¿promovemos regulaciones que regulen algunos discursos de odio?

Hay todo tipo de opiniones y aunque todos se expresan con un aire de seguridad, nadie sabe bien qué hacer con este nuevo mundo. Lo que pido son dos cosas: no traigamos a Gramsci para cualquier cosa y de cualquier manera. Y no caigamos en institucionalismo antipopular.

Gramsci ha sido manipulado y falsificado de manera recurrente en los últimos años, a ambos lados de la grieta. Gramsci, al igual que Marx, planteaban la importancia de la cuestión cultural, una política dirigida y mentada por las clases dominantes, para que las mayorías expresen sus intereses como los intereses de todos. Para eso cuentan con una infinidad de medios, que van desde la estructura familiar, pasando por los colegios, la música, el cine, el arte, etc. Pero, y acá lo que se omite, es que ambos autores planteaban que esta lucha que se da en el plano cultural, es el sostén de un tipo de orden económico. Por lo tanto, no todo lo que uno haga es batalla cultural.

La batalla cultural se da en el campo donde, a partir de disputar sentidos concretos, estamos disputando indirectamente los sentidos más profundos que sostienen desigualdades.

La batalla cultural es una batalla que dan los derrotados. Los ganadores de la historia -las clases dominantes- ejercen el control cultural de la sociedad. Los derrotados disputan. Sabemos que disputar en el plano de la cultura es el paso inmediatamente anterior a ganar elecciones.

Es por eso que las batalla cultural y la política se deben dar al mismo tiempo, y que deben tener un único objetivo: modificar las relaciones de Poder existentes.

Pasemos al segundo punto: el institucionalismo. Se plantea que se deben prohibir determinados discursos. Desde acá decimos que está bien, es cierto que hay discursos que promueven el odio y generan otro tipo de violencias. Pero lo que debemos hacer es cambiar el enfoque. La ley, la letra, debe estar respaldada y promovida por una masa crítica. Es decir, si vamos a prohibir que se pongan en discusión los hechos de la dictadura militar, previamente debemos haber creado una conciencia social y política detrás de ese argumento, que llegue a amplias mayorías.

No se puede plasmar en letra lo que no tiene cuerpo social, eso sí sería anti democrático. Pero sobre todo, un arma de doble filo, porque sería el antecedente para que la derecha pueda prohibir cuestiones que no se adecúan a su visión del mundo.

En concreto, las nuevas formas de habitar el mundo social, las tecnologías, las redes sociales, la violencia simbólica, las fake news y las campañas sucias son cuestiones de la nueva socialidad, que el campo popular no termina de descifrar. Acá no traemos respuestas definitivas, solo algunos aportes a esta discusión, que sin duda, debemos darnos.