Uno de los debates más fuertes y trascendentales que ha habido en el plano político fue el de sus fundamentos filosóficos. Después de largos siglos aceptando religiosamente la máxima aristotélica respecto del carácter gregario del humano, esto es, que por naturaleza vive en sociedad y, por lo tanto, es un animal político, a partir del siglo XVII ha sido puesto en duda por los filósofos contractualistas. Dichos filósofos, si bien con posturas que discuten entre sí, comparten una base común: la de creer que ha existido un hipotético (digo hipotético porque no defienden que esto realmente haya sucedido) estado de naturaleza previo a lo social que, luego de llegar a un nivel de conflicto interno, tuvo que decantar en un pacto entre humanos que estableciera un orden creado (mas no natural) a los fines de armonizar la vida en común.

En cualquiera de los dos casos (la creencia en que somos un animal político y, por lo tanto social, y la creencia de la existencia de un pacto luego de un período de tiempo en el que el animal humano vivía de manera individualizada) hay un hecho indiscutible: la presencia del Estado es imprescindible. O como algo natural que nos acompaña desde siempre, o como aquello que posibilita la vida en común con normas que controlan el desorden del instinto.

Si bien con matices y con diferencias, los tres filósofos contractualistas fundamentales son Locke, Hobbes y Rousseau. La doctrina que ellos representan aparece en la segunda parte del siglo XVII, inaugurada con el famoso “Leviatán” de Hobbes. En los tres casos hay, como se dijo, presentaciones diversas respecto de un supuesto estado de naturaleza anterior a lo social. Pero también es cierto, y esto es una interpretación mía, que, en determinado momento, en los tres casos, aparece la propiedad privada que desemboca en un conflicto de intereses. Este escenario finaliza coronando una situación estructuralmente injusta: el nacimiento de los pobres como consecuencia de la existencia de los ricos. No es pobre el pobre porque no quiso ser otra cosa. Existe como consecuencia del cálculo matemático aplicado hacia el futuro. Esto es, la “astucia” del que acumula en lugar de hacerse con lo necesario a cada paso.

Este panorama o estado de situación nos permite incorporar algunas lecturas respecto de la actualidad de nuestro país. Una primera conclusión es la siguiente: hay intereses diferentes. Si esto no fuera así, sería muy fácil alcanzar el bien común. Pero el problema es que existen dichos intereses en pugna porque existe la desigualdad estructural. Si el interés común fuera algo que emana del humano, lo social marcharía solo, y la política dejaría de ser un arte. Un segundo punto que Rousseau trabaja en su libro “El contrato social” es la cuestión de la ley del más fuerte. Nuestra Argentina actual, atravesada por el anarco liberalismo, se construye a través de una premisa que tiene como núcleo duro una concepción muy peligrosa de la libertad:  ellos argumentan que la libertad es individual y va acompañada de la propiedad privada irrestricta como pan y manteca. De ese modo, el Estado es el que viene a limitar esas libertades[1]. Esta manera de pensar la libertad es aquello que Rousseau identifica como la ley del más fuerte, a mi entender. Lo que va a cuestionar el autor es que esa fuerza que somete a los más desfavorecidos a través de la figura del más fuerte (física o patrimonialmente) para nada puede ser un ejercicio que esté dentro de los límites de la ley por algo muy claro y contundente: ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad. En este tipo de vinculación no existe obligación ni deber, solo se explica por el sometimiento a partir de una fuerza desigual.

Según Milei, la justicia social consta de un trato desigual ante la ley, y además está precedida de un robo. Como dijimos, la libertad es para él la supervivencia del más apto. El más apto en el mundo liberal que pregonan, es la supervivencia del más “astuto”, que al ser el más fuerte- ¡Pero no por eso superior!- impone condiciones. Es así que en el mundo de la igualdad liberal gana el empresario, gana el propietario, ganan los grandes productores de materia prima, y en última instancia, ganan los intereses foráneos sobre los propios. Que quede claro: ellos defienden a la verdadera casta invisible y escurridiza que habita este mundo, disfrazándose bajo el ropaje de la neutralidad y el endiosamiento de una economía que, torpe y funestamente, caracterizan como “auto- regulada”.

Más que un falso profeta, Milei es la personificación de la serpiente que tienta al humano hacia la acción pecadora. Yendo hacia nuestro interior instintivo, algo de lo destructivo y egoísta habita en nosotros y puja por jugar de titular. Milei le da cabida. Lo habilita. Vuelve a aquella ley del más fuerte que de ley no tiene nada. Recordemos: nunca puede ser ley, esto es, obligar al deber, aquello que se acepta no por la voluntad  sino por sujeción a la fuerza.

La ley Ómnibus es el sometimiento a la fuerza salida de sus casillas. Sin ser santo de mi devoción, esta máxima la explica claramente incluso uno de los teóricos del liberalismo, el mismísimo Locke: la diferencia entre un rey y un tirano, dice, consiste en que uno de ellos – el rey- hace de las leyes los límites de su poder y del bien público el fin de su gobierno. El otro – el tirano- hace que todas (las leyes) cedan a su propia voluntad y apetito.

En ese caos interno que habitamos dentro de nosotros mismos, es menester cultivar, nutrir, regar, las pasiones que nos conectan con los modos más tiernos de lo humano. Con el amor, con la amistad o, como decía Rousseau, con la piedad hacia el sufrimiento ajeno. Hoy más que nunca. Sin duda eso vive también en nuestro interior. El rugir del león que arrasa con la sensibilidad hacia el sufrimiento del otro solo es posible haciendo del mundo, un mundo perdido.

Si, como hemos oído decir por allí, los monstruos aparecen cuando el viejo mundo no termina de morir y el nuevo tarda en aparecer, es momento de gestar. En medio del caos provocado por un individualismo enfermizo, ser más de tres es revolución. Seamos cien, seamos miles, seamos millones entonando el cántico de una nueva melodía para oídos aburridos, cansados pero aún enfurecidos, aún insoportablemente vivos.

FERNANDO VIDAL

[1] Hay otro argumento que los libertarios utilizan para cuestionar el contrato social: el hecho de que el pacto social tiene que ser explícito y voluntario. En nuestro mundo actual, no pareciera que pactamos la vida en sociedad, sino que se siente como algo impuesto. Este argumento no decidí que sea central en el presente artículo, pero lo que se puede decir como cuestionamiento a ese argumento es que en el momento en que existe el razonamiento maduro del humano, decidimos pactar. Pagamos las cuentas, respetamos las normas básicas de la vida en sociedad, trabajamos, votamos, etc. Podemos no hacerlo. Podemos decidir emigrar al monte y vivir en estado de naturaleza (lo cual no parece una decisión muy deseable, o sí).